Los eslabones perdidos han sido siempre una prueba de la conexión de una especie con otra más adelantada en la cadena de la evolución, es decir, son, en sí mismos, pruebas de que la evolución ha tenido y tiene lugar desde que el mundo es mundo.
Tenemos varios ejemplos muy conocidos como son el Australopithecus, transición entre homínidos y humanos,
el Archaeropterix, eslabón entre dinosaurios y aves,
el recientemente descubierto Tiktaalik, una transición entre peces y anfíbios tetrápodos
y el Ambulocetus, el puente que lleva desde los mamíferos terrestres a las ballenas.
Todos ellos se han hecho famosos ya que representan un cambio muy patente en la estructura de las especies para permitirles adaptarse a cambios en el entorno: la bipedestación en el caso de los humanos, el desarrollo de la capacidad de vuelo en el caso del Archaeropterix, la salida del agua y la capacidad de caminar en tierra, en el caso del Tiktaalik y la adaptación de un mamífero a la vida submarina, en el caso de las ballenas.
Pero, ¿no somos y han sido todos los seres vivos eslabones de toda la cadena de la evolución? La marcha inapreciable de la adaptación hace que no nos demos cuenta de ello, pero, cada uno de nosotros experimentamos y somos portadores de pequeños cambios. Por esta razón también deberíamos ser considerados como «eslabones perdidos».
De hecho, el protagonismo de uno de los famosos mencionados antes, el Archaeropteryx, está en entredicho, ya que el recién encontrado Xiaotingia Zhengi, otro dinosaurio con plumas, le disputa el puesto como primer ave de la historia.
Esto es el cuento de nunca acabar, esperemos.
Begoña Pérez Llano
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